Las mujeres que hemos pasado por un proceso de hormonación para intentar ser madres sabemos lo duro que es. Tienes que pincharte a diario, hacer análisis de sangre y ecografías, para luego pasar por el quirófano donde un equipo te extraerá los óvulos. Después hay que recuperarse de esa barriga hinchada mientras cruzas los dedos para que a partir de esos óvulos puedan generarse los embriones necesarios en el laboratorio. Unos días más tarde, tu cuerpo volverá a recibir ese embrión en otro proceso, y si tienes suerte, todo tu esfuerzo acabará en un embarazo feliz. Eso en un ciclo. Pero si fracasa, habrá que repetir desde el principio. Una, dos, tres, cuatro… veces. Con el consiguiente desgaste anímico que nadie soporta por ti. Pero todo sacrificio merece la pena cuando deseas un niño.
Mi hijo llegó al tercer intento y en mi caso no tuve que recurrir a un óvulo ni a semen de donante. Pero me pongo en la piel de todas esas mujeres que, o bien porque están enfermas y no tienen óvulos, o bien por su condición sexual, o bien porque su pareja no tiene esperma, o bien porque desean ser madres en solitario necesitan recurrir a un donante. Y me pongo en la piel de esa mujer donante, que con una generosidad enorme, de manera altruista, se somete a todo el proceso para que otra pueda tener un hijo.
Esos seres que donan son personas anónimas que así lo desean. Y así debe respetarse su derecho, porque no quieren traer hijos al mundo, pretenden ayudar a otros a cumplir el sueño de ser padres.Por eso cuando el Comité de Bioética propone que en los tratamientos de fertilidad los donantes dejen de ser anónimos se está cargando también su derecho fundamental. Porque ningún donante quiere darle nombre y apellidos a un niño. Quieren dar una célula, la imprescindible, para que otra persona conciba un hijo.
Primar el derecho del niño nacido sobre los demás para que el día de mañana pueda conocer su origen biológico supone (y solo es un ejemplo) que un hombre que dona su semen pueda encontrarse con que dentro de unos años, seis personas le toquen a su puerta, si sus espermatozoides son usados con éxito. «Hola, soy x. ¿Eres mi progenitor celular?» puede sonar a chiste, pero es la realidad que algunos intentan imponer, si abocan al ser nacido a rastrear su origen biológico. ¿Con qué fin? ¿Descubrir que tiene seis hermanos de laboratorio? ¿Enfrentar que su progenitor celular es un ser maravilloso o despreciable? ¿Quién pagará las consecuencias de ese proceso que puede ser doloroso?
Donar un óvulo y un espermatozoide no convierte a nadie en madre o en padre. Pero si desaparecen los donantes, dejaremos de traer hijos sanos y felices a este mundo. Ese es el principal derecho que debemos proteger.
Artículo de opinión sobre la donación anónima de óvulos y semen en tratamientos de fertilidad.
Autora: Sandra Faginas
Noticia de: https://www.lavozdegalicia.es/
Foto: María Pereda